martes, 5 de febrero de 2008

Mañana será otro día.

Mañana será otro día.

Barajé variadas variantes en aquel desvarío y ninguna pudo con la invariable realidad en aquel barrial plomo. Preferiría explicar mi situación antes que todo se preste para un tres tristes tigres secundario (ineludible, la verdad).
Me hallo contemplando un bellísimo, ciertamente bellísimo atardecer, en la azotea del edificio que me parece el más alto jamás cimentado. Sería imposible despegarme de ahí, no sólo por el deleite tornasol de la caída del día, sino además por la infame circunstancia, la cual, infame como se pueda, me sostiene ambos pies al edificio fijados con cemento. Un tipo más creativo diría que soy un subproducto de la azotea, o bien, parte de ella, como una antena, pero hagamos hincapié en que lo hubiera concluido con su par de pies libres de mala fortuna. Ahora bien, barajaba variadas variantes en aquel desvarío, buscando qué extrañezas podían a uno ocurrirle mientras se fuma un cigarro frente a la entrada del hogar que superen particularmente en rareza a la cual me ha tenido desde la mañana con ambos pies sujetos a un destino labrado en concreto.
Pensé primeramente en una extrañeza poco usual: Por la mañana, una vez encendido el cigarro, con decisión doy paso afuera. Un ciclista atropella mi pie y en ese mínimo instante, los rayos de la bicicleta se disparan fuera de la rueda y se unen al cortaviento del ciclista formando unas alas de murciélago bien coloridas. Por el viento, la posición del ciclista, la velocidad que llevaba, y por supuesto, mi pie como rampa, se eleva, dando la sensación de que él mismo se impulsaba con sus piernas al pedalear, mientras la tensión de sus alas y la resistencia al viento lo convertían en un ave rapaz emprendiendo su cacería. Me parecía una extrañeza difícil de acontecer, pero casi nada extraña. Bien tiene la virtud de ser instantánea, y corresponde a la rapidez con que los hechos realmente han ocurrido, pero vi todo descartado debido a la probabilidad. Pensé agregar dramatismo, que la ráfaga de viento del ciclista apagara el cigarro; y, aún así, no me pareció suficientemente improbable luego de mirarme ambos pies férreos, ya cansados de luchar.
Luego varié, y en terrenos melodramáticos hallé una extrañeza que si bien podría ser bastante posible, reflexioné que era en sumo extraña. Al dar aquel paso afuera con mi cigarro y todo lo necesario, veo a mis pies una canasta y dentro un bebé. Comprueben que ha sido un hecho singular, sin duda, pero nada cercano a una variante de lo que realmente me ha ocurrido esta mañana. Digamos que el bebé está durmiendo. Advierte mi presencia de buitre y abre los ojos. ¡Ahhh! Pero ¡ojo! No tiene ojos. El bebé no tiene ojos. Más bien, no tiene ojos donde debiera tener los ojos, sino que tiene en sus manos amarretes de guagua sus globos oculares, que muy tiernos me miran, y miran de un lado a otro para ver si alguien más nos está viendo. Los ojos, como los de todo bebé, son azules, o verdes quizá. En fin, de un color bello e inigualable.
En estos momentos trato de darle sentido a todo esto, pero me es imposible cada vez que intento otra extrañeza; por lo que, sondeados ya diversos temas y tonos para otra historia, además de personajes ilustres esperándome a la salida de mi casa (entre los cuales se cuentan el Papa, Luis XIV, mi madre y varios cineastas); animales de todas las especies; choques y explosiones (una de ellas consiste en la combustión espontánea de algún transeúnte que bota su colilla al suelo); premios millonarios y prensa; canales de televisión nacionales e internacionales; hermanos no reconocidos; y, por último, una lista sin fin de oradores, testigos de Jehová y mormones sedientos de atención; se volvió una tarea inescrutable igualar en sorpresa, potencia y absurdo mi contexto vigente sobre aquella azotea.
Explicaré el por qué de lo difícil de esta empresa. La mañana de este mismo día, encendido el cigarro, violé (tal parece) con pie izquierdo aquel trazo divisorio entre propiedad y dominio público (salí de casa), y bastó la acción para que suelo bajo mis talones y nubes sobre mi cabeza, abrieran paso a la más descomunal, improbable e irremediable de las construcciones, que, cercenando todo a su paso, se erigió a modo de ojiva nuclear por sobre todo lo conocido e imaginado, conmigo como bandera conquistadora. Es difícil explicar y hacer entender que en ese minuto, todo lo que antes me parecía extraño, cobró absoluto sentido y me pareció de lo más natural, ya que bajo mis pies se rompieron todos los adoquines, todas las raíces de los árboles, todas las napas, magmas, tuberías de gas y agua potable, cementerios indios, mapuches e incas.
Germinaba horrible, gris, áspero; desde el suelo donde solía fumar por las mañanas, el edificio cuyas proporciones aún no puedo descifrar (sólo sé que es el más alto) llevándome consigo en un aleteo de nubarrones.
En medio del ascenso frenético de la edificación, aprecié en la lejanía los surcos habitados por automóviles, la suciedad del aire en un punto y luego la limpieza del mismo en otro más alto. El vértigo que solía apoderarse de mí en ocasiones de gran altura, fue superado por el temor a ser despachado al séptimo cielo cuando bajo mis pies las sucesivas uniones de ladrillos y cemento se detuvieran (pues supuse que se detendrían). El sólo cálculo de la idea, dio a aquella aberración de rascacielo en desarrollo motivo suficiente para unirme por los pies a sí mismo e impedir que me alejara por impulsos físico-gravitacionales, o, peor aún, que me alejase voluntariamente de aquella azotea.
Con ambos pies sujetos a la moderna torre, sin posibilidad de rascarme siquiera con un palillo como hace uno cuando tiene puesto un yeso; sin poder sentarme, ya que el cemento me abraza hasta las rodillas; pienso, entre otras cosas, que sin duda a esta altura, muy por sobre el agua condensada en las nubes y muy por sobre la ciudad; de existir objeto alguno que me impidiera el alcance de los rayos solares; seguramente –sabidamente–, moriría por congelamiento en cuestión de instantes al no recibir calor alguno.
Y fue así como un objeto me tapó el sol, (porque no podía ser que yo pensara algo y que Dios no lo pusiera a prueba). Y resultó ser que, en efecto, comencé a congelarme.
Primero mis dedos. El frío avanzaba, no rápidamente, pero sí dolorosamente, fibra por fibra, subiendo por brazos y piernas y acechando mi tórax. Como una gangrena eléctrica que con cada ráfaga de viento avanzaba un poco más.
En cuestión de minutos hubiera muerto de no ser porque el mismo objeto que tapó el sol, era un paracaidista, sí, de aquellos que gustan de la velocidad, la adrenalina y todas esas cosas que te impiden fumar en paz. El infeliz caía lentamente con su paracaídas, tapándome el sol, quitándome la vida de a poco. Y su descenso torturaba muslos y hombros de mi cuerpo, y yo en el mismo lugar. Pies fijos al suelo, él encima, enviado por Dios, pronto a descubrirse: ángel o demonio expulsado del paraíso.

- ¡La gran puta! –Gritó–. ¡La gran mierda!
- Ehhggmmm… mmhhhefhh… –ni lengua ni mandíbulas me respondían.

Finalmente, el tipo tocó suelo.

- ¡La gran mierda! ¡Pero qué cagada! ¡¿Qué es esto?! ¡Dios, la gran puta!
- Mhhfheeehhh, dddque lllla gggrrran pppput-t-t-ta, d-d-d-Dios, y… y la p-p-puta
- ¿¡Qué?! ¡Qué dices! ¿¡Estás enfermo?! ¡Tienes que ser imbécil! ¡para hacer este tipo de apuestas, cagón de mierda, mira que anclarte los pies aquí! ¡qué mierda de tipo!
- C-c-cagón –pude escupir–. ¡Cagón d-de la mierda! ¡Por poco no me has matado, cabrón de la re-mierda!
- ¡Pero qué es lo que te pasa! ¡Eres imbécil! ¡Tienes que serlo!
- ¡Ayúdame! ¡Trae ayuda! ¡Haz algo!
- ¿¡Y cómo?! ¿¡Te jalo?!
- ¡Por favor! ¡Dile que me suelte! –Grité apuntando a mis pies.
- ¿¡Quién?! ¡de qué hablas!
- ¡Dile que me suelte los pies!
- ¿¡Qué?! ¿Hay alguien ahí? ¡Esto es serio, te está matando con esto! –Y el muy infeliz se puso a gritar a mis pies–. ¡Suéltalo, lo estás matando! ¡Lo estás matando! ¿¡Que no ves?!
- ¡Imbécil! ¡El edificio! ¡Dile que me suelte!
- ¿¡Qué?! –Se largó a reír–. ¡El edificio! ¡Tú estás idiota! ¡Sólo estaba jugando contigo! ¡estás idiota, cagón de mierda, eso es lo que pasa! ¡no hay duda! ¡Yo me largo de aquí!
- ¡No! ¡Por favor! –grité–. ¡Tiene que ayudarme!
- ¡Tú lo que necesitas es un médico de la cabeza! ¡La gran mierda! ¡Mira que meter los pies en cemento fresco!
- ¡Es que no entiendes! –El tipo comenzó a doblar ceremoniosamente su paracaídas–. ¡Salí a fumar un cigarro, y…!
- ¡Mira el loco de mierda! ¡Vaya lugar para un cigarro! –Dijo sin levantar la vista.
- ¡No! ¡Aquí no! ¡En mi casa! –Grité sin poder explicarme bien. Él se paró y guardó el paracaídas en su mochila–. ¡Por favor no! –Volví a gritar.
- ¡No tengo tiempo para estupideces! –Dijo, dándose vuelta y caminando hacia el borde–. ¡Por poco me mato! ¡Qué rapidez con la que construyen estos cabrones!
- ¡No! ¡No, por favor! – El tipo se giró hacia mí y soltó una carcajada.
- ¡Si pareces una antena! ¡qué hilarante! –Dijo riendo. Y como un buzo en alta mar se lanzó de espaldas al vacío, saludando–. ¡Cuídate cagón! –Gritó mientras caía.

No lo vi más.
Pasadas las horas de un inseguro rescate, mis ilusiones decaían, y mi rostro, calcinado por el sol, comenzaba a poblarse de quemaduras. Había gritado toda esperanza y sólo quedaba la comezón del abandono en mi garganta. Pasó por mi lado en cierto momento algún avechucho, y uno que otro se posó exhausto sobre mi hombro para recobrar fuerzas. Comprobé que para aquel paracaidista todo había sido extraño y a la vez posible. Fue así cómo, sorprendido por la humillación, abordé y busqué hondamente dentro de las posibilidades, y, ciertamente, muy dentro de las imposibilidades de mis pensamientos, un hecho que eclipsara tan deshonrosa realidad en la que me encontraba, e hiciera aparecer vagamente afortunado aquel designio terrestre que mantiene aún firmes mis pies a un destino incierto. Pensé en aquel ciclista, aquel bebé y en aquel paracaidista, y me ha sido ciertamente difícil esquivar el hecho de que mi situación es la más extraña. Fue así como finalmente emprendí, en medio de las alturas, la admiración de aquel paisaje sublime donde no existe más que horizonte, desde pasada la mañana luego de la visita del paracaidista, hasta este preciso momento del crepúsculo, en que el terror del frío y el congelamiento inaplazable ha disipado el deleite de un arrebol magnífico, cuando barajo variadas variantes de amparo en mi desvarío, y ninguna puede con el invariable destino forjado en concreto, con este último aliento del día y la caída libre de un sol inclemente, en estas últimas horas, en este ocaso, el mío.

Abril 2007 - Stgo. Ramirez.

2 comentarios:

Loreto Contreras Godoy dijo...

chago sabes que me encanta este cuento. el juego de palabras "variadas" y como esta organizado.
saludos a todos
Lore

Marchant-a dijo...

Definitivamente, es lo mejor que has escrito. Una ironía triste en todo caso.
Estamos al habla!